Para vos.
Que entedés de pasiones. De pérdidas, de alegrías.
Gracias por hacerme revivir este blog.
Eran las seis de la mañana. El sol salía por las montañas del oriente y la ciudad se despertaba lentamente para enfrentar una semana más. Algunos en oficina, otros en un salón de clase, y muchos más en la calle, guardando la esperanza de que al final del día tendrían lo suficiente para permitir que sus hijos no se acostaran a dormir con hambre.
Porque la vida en este país es dura y eso no es un secreto para nadie. La gente nace, crece, se reproduce y si tiene suerte progresa antes de morirse. Y yo, soy uno más entre la multitud que camina por las calurosas calles de esta ciudad. Soy uno del montón, eso sí, de lunes a sábado. Mi trabajo como asesor en una empresa de telefonía celular me obliga a esconder los tatuajes que tengo y a mostrar mi mejor sonrisa a los insatisfechos clientes. Ese lunes tuve que hacer lo mismo; ponerme una corbata y salir en medio de una incesante lluvia y rezar que el chofer del bus amaneciera de buen genio y me parara. Así era mi rutina todos los días, pero hoy, me parecía injusto que tuviese que salir a cumplir con mi deber, pues en la cabeza tenía cosas mucho más importantes y profundas que una asesoría al cliente.
Nací el 31 de mayo 1982 en Medellín y pasé toda mi infancia en el barrio Manrique. La cancha empolvada de mi barrio se convirtió en el lugar donde pasaba la mayoría de las tardes después de hacer las tareas a la carrera. No era muy bueno jugando fútbol, pues como yo era un niño gordo, me dolían las rodillas al correr. En mi casa nunca sobró plata para nada. Mi papá era taxista y mi mamá ama de casa, y aunque nunca aguantamos hambre, tampoco pude tener los lujos que seguramente tenían muchos niños al otro lado de la ciudad. Nunca tuve un regalo de cumpleaños que no fuera una torta hecha por mi mamá, pero cuando cumplí 7, mi papá me dio algo que me cambiaría la vida para siempre.
Recuerdo que fuimos a la tienda de la esquina donde había un televisor. Recuerdo haber visto a mi papá arrodillado antes de un penalti. Leonel Álvarez coabraba. Segundos después me vi envuelto en abrazos, lágrimas y gritos. Esa fue la primera y tal vez la única vez que vi a mi papá llorando. Me asusté. No sabía que pensar. Cuando tuve el valor de preguntarle, me contó la historia de una ciudad que había sufrido mucho, que seguramente le tocaría sufrir más y de una gente que se reunía domingo a domingo, así como nosotros en la cancha empolvada de la esquina para olvidar la tristeza y hacerse a la idea que la vida había que lucharla como llegara, con alegría o con dolor. Ese día le pedí que me llevara a ese lugar, y a partir de ahí, domingo a domingo salíamos juntos vestidos de un mismo color, y dos horas más tarde regresábamos a casa, a veces tristes, otras felices, pero siempre con la garganta rota y la satisfacción del deber cumplido.
Mi papá me acompañó todos los domingos sin faltar una sola vez. Pero el 3 de Octubre de 1996 cuando iba a parquear el carro en el garaje de la casa, 2 ladrones le arrebataron la plata que había ganado ese día y de paso le arrebataron la vida. El era un hombre sencillo y con 3 pasiones concretas en la vida: mi mamá, el tango y el fútbol. A pesar de no haber tenido ni un peso para dejarme de herencia, su legado es para mí algo mucho más valioso que todo el dinero del mundo. Algo que dejaría marcas en mi piel, en mi mente y en mi corazón. Gracias a esa herencia, estoy en este momento en la encrucijada de tener que levantarme a trabajar a pesar que el mi corazón y mi vida entera, los dejé en mi lugar sagrado, en el que me dejó mi papá.
Abrí los ojos con dificultad notando como en mi cabeza martillaba con insistencia el recuerdo de la noche anterior. Todavía podía oír aquellos gritos de una manera tan nítida como si aún estuviera en aquel lugar. Me dolían los brazos, las piernas, la garganta, todo el cuerpo. Sabía que a pesar de todo debía levantarme, debía seguir con mi rutina y olvidar al menos por un segundo el recuerdo de mi padre llorando arrodillado en la tienda de la esquina de Manrique, y olvidar el recuerdo de mi mismo en la tribuna llorando sin poder dejar de cantar. Habían pasado 6 años desde la última vez que lo sentí. Junio de 2005. Otra vez campeones. Otra vez me acuerdo del hombre que vi llorar de alegría, y vivo ese sentimiento a flor de piel como el tatuaje que llevo en el brazo derecho. El nombre de mi padre junto al escudo verde de quien nos unió una tarde de Mayo, y aún hoy me hace pensar que la vida hay que lucharla, porque algún día la vida nos puede dar la vuelta, y podremos otra vez llorar y abrazarnos en la esquina.